| Quedé en deuda  para seguir hablando de la motivación. El   tema es  demasiado complejo para   enfrentarlo de primer envión y en ayunas y vamos a tener que hurgar un poco en   la alacena para ver qué juntamos.  
           Sobre motivación se ha escrito   mucho y no faltará jamás quien cultamente cite los niveles de Maslow, algo tan   poco preciso como difundido, o mencione ideas de Herzberg que, más allá de   sutiles disquisiciones sobre motivadores y principios higiénicos, poco aportan   para resolver la inquietud de cómo debemos obrar para que los que nos rodean se   sientan motivados, tanto en la casa como en el club o la   oficina.  Destaquemos un principio que   parece una perogrullada, tenido sin embargo muy poco en cuenta: “Para motivar a alguien debemos conocerlo, saber qué   le gusta y qué le disgusta, cuáles son sus metas y de qué huye. Sólo así   podremos ir al encuentro de sus deseos y ayudarlo a evitar lo que   teme”. Esto es elemental pero no se hace- tal vez porque se cree que   es una hazaña imposible- y así, para evitarse la molestia de pensar, no se da   ningún premio o  se premia con un asado,   indistintamente, a vegetarianos y carnívoros.  El primer paso en la construcción de un sistema   de motivación es el conocimiento de aquéllos que debemos motivar. De repente   esto nos parece muy simple y en casa creemos que el conocimiento es algo dado   por el solo transcurso del tiempo y la cantidad de veces que vimos a nuestra   mujer con bigudíes o a nuestro marido en calzoncillos. Con nuestros hijos puede   ser distinto y creemos no  saber nada o   saberlo todo, según ellos hayan elegido el camino de decirnos habitualmente que   no o que sí.  En el trabajo – por lo menos en la   División Recursos Humanos- el conocimiento del otro se presenta como un camino   más laberíntico que empieza con con la lectura del curriculum , la primera   conversación telefónica, la entrevista de selección y se profundiza a lo largo   del tiempo con la participación en evaluaciones de desempeño y  análisis de si es conveniente trasladarlo a   otras y más excelsas funciones.  Al cumplir nuestro cometido de   “conocer” tomamos (deberíamos tomar) en cuenta ciertos factores. Estos, que ayer   se denominaban “requisitos” y hoy, con la última moda, “competencias”, abarcan   sus cualidades intelectuales y morales, sus conocimientos teóricos y   experiencias prácticas, sus características de personalidad, su concreto   desempeño para  merecer el up   grade. Podemos intentar evaluar dichos   factores con entrevistas, antecedentes, tests varios, simple observación,   Assessment centers; también los hay que juzgan más sabio recurrir a un   astrólogo, un interpretador de la letra, un lector de lo oculto, vidente,   mistificador de lo inconciente o consultor parecido.  Si lo pensamos bien no son  la selección y  la usual/inusual evaluación del desempeño las   únicas ocasiones en que medimos a nuestros congéneres. Cuando utilizamos un   lenguaje más simple con el portero o don Francisco (quienes, quizá, son mucho   más vivos que nosotros y gozan de mejor situación) y otro más florido con el   decano de la Facultad, estamos evaluando sus presupuestas diferentes habilidades   o aptitudes. Cuando somos amables con quien nos sonríe y huraños con quien nos   mira  con ceño fruncido, estamos juzgando   sus presumibles disposiciones o actitudes. Evaluamos. Permanentemente evaluamos.   Si no supiésemos apreciar las diferencias y actuar de conformidad nos veríamos   envueltos en conflictos más de lo que estamos y, si nuestro grado de obtusidad   fuera completo, se nos abrirían las puertas del manicomio.  Desde que nacemos desarrollamos actividades   sociales, esas que nos relacionan con otros, y, por tanto, hemos adquirido una   discreta sensibilidad para reconocer las diferentes características de quienes   nos rodean, sensibilidad totalmente necesaria para sobrevivir. Es posible que   alguna vez nos hagamos los malos, pero difícilmente insultaríamos a Mike   Tyson... En nuestra manera de sentir y   juzgar confluyen experiencias realmente ocurridas, prejuicios mamados o   aprendidos con posterioridad, configuraciones del ambiente, asociaciones   temporales y situacionales. Es muy probable que si un par de ciudadanos de París   nos trataron mal tendamos a considerar a todos los Franceses antipáticos; y si   alguien con pantalones verdes nos hizo sentir felices, experimentaremos simpatía   por un nuevo conocido que sea algo parecido. ¡Sobre todo si no tenemos un   recuerdo conciente de los hechos que influyeron en nosotros en el   pasado! Nuestra sensibilidad cumple por lo   general satisfactoriamente con su función de adaptarnos al ambiente, pero es   tremendamente subjetiva. No puede por tanto pretenderse  que se transforme en un adecuado medio   objetivo de evaluación. Hace falta algo más. Algunos sin embargo creen haber   recibido la gracia de una especial nariz de sabuesos y avanzan olfateando   olores  y agitando la cola contentos de   los hallazgos. ¡Son casi tantos como los que se autodefinen expertos en   vinos! A pesar de lo poco que puede valer   un experimento único es bueno recordar que, en uno llevado a cabo en la   Universidad de Los Angeles, valientes psicólogos no consiguieron ninguna ventaja   frente a no psicólogos para detectar a quienes mentían. Por lo que vale,   tengámoslo en cuenta cuando medimos a alguien desde nuestra posición de magos de   la entrevista.  Si es entonces usual que estemos   evaluando todo el tiempo, como primer y prudente paso sería aconsejable contar   con un sistema ordenado de reglas de evaluación que nos ayudara a clasificar y   poner orden en el caos de datos y comportamientos que, por billones, se   presentan a diario ante nuestros ojos. Por ejemplo, desde nuestro punto de vista   psicosocial, no serían por lo común importantes el tamaño del pie ni el color de   los ojos (aunque excepcionalmente podrían dar lugar a discriminaciones), datos   que por el contrario son importantes para el biólogo o el antropólogo.  Para nosotros es importante la forma en que   alguien escucha, mira, camina, da la mano, responde, se viste. La marca de   zapatos que usa puede ser un dato a tener en cuenta, pero más significativo   sería que usara sandalias en un conjunto de smoking.  Intentar una clasificación nos   lleva entonces de entrada a buscar lo que se denomina “rasgos centrales”, esto   es aquéllos que son relevantes y preferidos entre otros para dar la “impresión”,   la “marca”  de la personalidad y suelen   estar congruente e intimamente vinculados a otras caracteristicas típicas. Un   ejemplo puede aclarar esta confusión. Si digo de mi colega que come   bastante,  apoya los proyectos y actúa   con  rapidez, el primer dato nada me dice   sobre él, si es simpático o antipático, callado o charlatán, atrevido o   reservado; el segundo tiene también escaso valor, salvo que aclara que, en   alguna ocasión, “quizá” se muestre solidario ( no “seguramente”, porque el   proyecto puede favorecerle). El tercero podemos fácilmente asociarlo a otras   cualidades que estamos acostumbrados a ver aparejadas con la velocidad en el   obrar y podríamos suponer, con un alto grado de probabilidad de acierto, que mi   colega no es muy detallista ni cauteloso y se aburre si se lo relega mucho   tiempo a contemplar la luna sin hacer nada.   Pero cabe una duda: ¿será aquél   realmente veloz  o será sólo una mera y   tal vez errónea impresión mía? Efectivamente, toda calificación depende de quien   la haga. Hay un factor subjetivo muy fuerte en todo observador. Tal vez mi   colega, calificado por varios observadores o autocalificándose, tendría variadas   calificaciones desde lento a discretamente veloz o a un rayo. Como se sabe todo   es relativo y mi juicio puede estar dependiendo de mi propia velocidad. Debería   saberse si yo mismo me mido veloz entre otros y soy calificado como tal por   otros, para evaluar hasta qué punto mis palabras reflejan una realidad común a   mí y a un grupo de personas que observan en condiciones adecuadas.  Lo dicho puede ser un estímulo para meditar   sobre cuántas dificultades acechan al observador y recordar que un Assessment   center al estilo de nuestros lares es algo generalmente fantástico y   azaroso. Frente a estas dificultades, y   debido al hecho de que no podemos ajustarnos a métodos de laboratorio cada vez   que evaluamos a alguien, habrá que tratar de utilizar el ojo con cautela y, en   lo posible, buscar apoyo sobre algún instrumento que, por lo menos, permita   saber qué ve de sí mismo el candidato – que desde toda la vida se viene   comparando con otros-  y si esto coincide   con lo que a alguien más le parece ver. Puede haber varios de éstos. Desde hace   años, el TTCD me ha dado a mí muy satisfactorios resultados. Los miembros del   Instituto Nacional de la Administración Pública (INAP) que participaron en los   Seminarios de 1998/9  recordarán sin duda   que, en un ejercicio de práctica y mucho antes de que se hiciera notorio,   habíamos entre todos previsto la probabilidad de que De la Rúa se revelara   inseguro y dubitativo, utilizando para esta previsión la categoría S del sistema   DISC.  Volviendo a la motivación de mi   colega a la luz de lo que sabemos sobre él: ¿cómo podemos motivar a una persona   con esas características? Con dinero -contestarán Uds. áciodos y seguros. Y   seguramente es así. El dinero motiva a todo el mundo. Digamos que es un   beneficio sanitario para todos, como un buen baño. Pero, ¿alcanzará? ¿Y cuánto   de ello? ¿Qué pasará si asignamos a mi   colega – por más que sea contador público nacional- a una tarea permanente,   personal y minuciosa de revisión de datos de balances? ¿Qué pasará si lo   relegamos a una posición en la que no tiene ninguna jerarquía ni perspectiva de   carrera? ¿Qué pasará si le respiramos permanentemente en el cuello y lo   asfixiamos con nuestros controles?  Aun   dándole un aumento... Dirán Uds. que es fácil responder   porque ya sabemos cómo es esta persona, pero no podemos hacer lo mismo con   todos, no podemos conocer a todos. No es así.  De todos podemos conocer rápidamente rasgos   centrales que nos permitan establecer con qué se motivan y con qué se disgustan.   Podemos observar en la población alguna características recurrentes por grupos   que nos sirvan de guía para averiguar cuál es el mejor ambiente que podemos   ofrecerles, esto es qué respuestas debemos dar a sus requerimientos. ¡Y esto,   por cierto, sin que tengamos siempre que estar pensando en la caja y la escasez   de presupuesto! Si bien es cierto –como dijimos   hasta aquí- que entre personas hay diferencias, éstas no son infinitas y podemos   encontrar regularidades de comportamientos por grupos, basadas en preferencias y   temores compartidos. Podemos averiguar hacia dónde quieren ir y a qué le quieren   escapar. Si logramos comprenderlos y ayudarlos, estaremos   motivándolos.  Hasta la próxima  Marino Milella  Escríbale a Marino o participe en   el foro de debates:      http://www.groups.yahoo.com/group/comportamientos_organizacionales |