| Preguntas   que causan discusiones: “¿Hay en nuestros días estabilidad en el trabajo, esto   es alguna seguridad de conservar el puesto? ¿Esta seguridad es realmente una   necesidad o se trata sólo de una extemporánea ocurrencia? ¿Un invento, ¡qué   invento!- como canta Fígaro en el “Barbero”? ¿Qué sucede   si no se le da importancia?  ¿Quién se   hace cargo de esto?  No creo   decir nada de original si afirmo que el trabajo, como instrumento de   subsistencia, está en peligro muy serio y que, de nuestra seguridad, o, mejor   dicho, de nuestra inseguridad, poco le importa al desagradecido mundo. A las   Empresas (una abstracción socio/económica/jurídica) les interesa la ganancia; a   los managers les interesa la ganancia como base para   su sueldo, carrera y bonus. Por tanto, si hay que   despedir a los empeados para aumentar las utilidades   (y el bonus), ¡despidos sean! Luego se verá. Si la   demanda crece... ¡quizás...se puedan reincorporar...por contrato a término!  Downsizing,   upsizing, robotización, reducción, racionalización,   jubilación anticipada, retiro voluntario. Éste es el nuevo vocabulario. Y “empleabilidad”. Hoy se habla de esto. No más de tener un   trabajo fijo sino de ser “empleables”, de tener   competencias para ser quizá contratados acullí y   acullá. Si creyéramos en ello y considerásemos la empleabilidad como sinónimo de seguridad podríamos quedarnos   felices y contentos. Sé que   muchos managers objetarán: “No podemos hacer otra   cosa. Debemos sacrificar a unos para no sacrificar a todos. Las órdenes vienen   de arriba”. ¡Tendrán   razón! Pero ¿qué contestaría un médico a quien le dijera que no hay que dejar de   fumar porque hay millones de trabajadores en la industria del tabaco? No hay   duda de que levantaría sus ojos al cielo y repetiría que fumar hace daño. Igual   que la inseguridad. Y las ametralladoras. ¡ Hacen   daño! Un tiempo   los problemas eran causados por el paternalismo, la relativa impermeabilidad de   las culturas y la escasa competición en los mercados. Hoy los problemas se   atribuyen a la globalización y la competición despiadada. Sin embargo   no falta –para los que lo sepan y lo quieran ver- el aspecto positivo: ¡quién   investiga los problemas de la economía globalizada tiene mucho   trabajo! Yo entiendo   poco de política y economía y no quiero emitir juicios de esta naturaleza sobre   lo que sucede. Demasiado complejo. Quienes de esto saben mucho lo dicen todo y   su contrario, como para confirmar que los economistas están para que se llenen   de orgullo  los   meteorólogos. Dejemos   entonces economía y política e intentemos observar el efecto psicológico de la   inestabilidad -y de la inseguridad que de aquélla se deriva- sobre los   comportamientos de las personas.  ¿Por qué   trabajamos?  “¡Que   pregunta tonta! Para sobrevivir..,” responderán   Uds., “…como lo decía el apóstol: Quien   no trabaja no come“-. Felicitaciones..,   ¡si todavía se creen esta patraña! “Para   asegurarnos el presente y el futuro” podrían   agregar, “como la   hormiga”. Es cierto,   tienen Uds. razón. Es cierto.   Pero podríamos ahondar un poco. En realidad trabajamos para huir del dolor. Así   como comemos para evitar los retorcijones del hambre. ¿Se están   riendo de mí? ¿Dicen Uds. que comemos para sobrevivir porque es un impulso   natural, no para huir del dolor? Con   seguridad, a nivel de especie y con nuestra (con)ciencia de adultos sabemos que es así. Pero el recién nacido   que chupa la teta o el dedo, él, individuo y no   especie, chupa porque le duele el estómago y en sus células está inscripto que   tiene que chupar cuando siente un apretón allí abajo.  Así hemos   empezado todos. Ahora, ya adultos, sabemos que, si no comemos, nos morimos.   Pero el nuestro es un saber intelectual mientras el  del niño es un comportamiento instintivo   (específico de la especie, si queremos dejar de lado una palabra poco científica   como “instintivo”): él no sabe que se morirá si no come, no sabe nada. Intenta   escaparle al dolor de la única manera que su organismo “conoce”: succionando lo   que le ponen cerca de la boca.  Para rehuir   del dolor hay que comer, y para comer hay que trabajar (un concepto amplio, es   sabido, algunos trabajan tendidos al borde de la pileta o sudando en la cancha   de golf). El trabajo   empieza con la succión del recién nacido, se vuelve especializado cuando el niño   aprende a abrir la puerta de la heladera y se perfecciona cuando el adulto   redacta un proyecto industrial. No tengo   dudas de que, sin esta explicación, si a alguien se le hubiese ocurrido ir a   explicarles que preparan Uds. un proyecto industrial para rehuir del dolor, le   habrían sugerido internarse en un manicomio. ¡Tal vez   Uds. todavía lo piensen, a pesar de la explicación! Sin embargo   una modesta demostración va a ser suficiente. ¿Qué sienten Uds. cuando  comen? ¿Qué sienten cuando son despedidos?  Me remonté a   los orígenes de la existencia individual para destacar que la necesidad de   seguridad es algo tan intrínseco a los seres vivientes que no puede ser   eliminada con un gesto de desdén, una leycita ad hoc,   tres palmadas en la espalda o ingeniosos neologismos.  La   inseguridad nos produce tanto dolor –o tanto miedo de sufrirlo- porque pone en   riesgo el acceso a los elementos necesarios para la supervivencia y el   desarrollo. La   inseguridad nos hace sentir abandonados y alejados de la posibilidad de tener un   espacio nuestro, de conseguir alimentos, reparo, descanso y sexo. Nos sujetamos   a innumerables fatigas para evitarla: vamos a la escuela, a la Universidad,   logramos diplomas, buscamos un trabajo. Le tenemos tal terror que no nos   sentimos nunca bastante a salvo y seguimos    toda la vida tratando de no enfrentarla. ¡Bien lo saben y se aprovechan   las compañías de seguro!  Todo lo que   hacemos tiende a buscar seguridad. Les parecerá a Uds. sin duda ajeno al   concepto de seguridad el hecho de bordar un mantel con hilos de oro. Más ajeno   aún y, todo lo contrario, opuesto a la seguridad, les parecerá dedicarse a   escalar  montañas o tirarse con   paracaídas. Sin embargo estos comportamientos tienen un vínculo muy estrecho con   la seguridad, igual que el que tiene un vaso de geranios florecidos y coloreados   con nuestros balcones.  La mujer que   borda o riega sus geranios, el andinista que escala las rocas o el paracaidista   han sido educados (modelados/condicionados), por   personas por ellas reputadas importantes y significativas, a construir una   imagen de sí que convoque respeto, cariño, admiración, ingredientes necesarios   para ganar dinero y alcanzar seguridad. El que es querido, apreciado o   reverenciado consigue los bienes necesarios con más facilidad que quien no lo   es.  Bordar o escalar montañas son   acciones útiles para construir una imagen positiva y ser apreciados, así como en   ciertos casos pueden serlo el fumar la pipa, dejarse la barba, vestirse de gris   o ponerse cualquier otra “máscara” que sea bien considerada por un particular   grupo o sociedad.  Podemos   ahora darnos cuenta de que la estabilidad en el trabajo o seguridad del propio   empleo es no sólo una necesidad –verdad de Perogrullo- sino una necesidad tan   fuerte como para determinar el rumbo de nuestra vida. Pero, ¿cuál   es el contenido mínimo de este concepto? ¿En qué consiste la seguridad?  ¿Cuáles son las cosas de las que no podemos   hacer a menos para no sentirnos mal? ¿Puede   definirse como seguridad el “tener alimentos suficientes para la jornada”, como   lo sostenía una añeja teoría económica, o hay que incluir algo   más? Desde la   perspectiva –si bien artificiosa- de los dos planos de “naturaleza y cultura”   observamos que, ya en la naturaleza, los organismos vivientes seleccionan   ambientes en los que sea posible comer hoy y mañana, moverse, descansar y   reproducirse.   La especie   humana, que ha inventado la cultura (cuando estaba en un momento evolutivo a   mitad de camino entre el mono y el hombre) necesita de todo esto y de unas   cuantas cosas más que –lo tiene aprendido- son necesarias para ser felices:   teléfonos y celulares, automóviles y televisores, ordenadores, vacaciones de   lujo, poder, amor y así siguiendo.    En realidad   no es la “especie humana” la que necesita todas estas cosas, sino los hombres   individualmente. La especie –tenía quizá razón la añeja teoría económica-   necesita poco, lo mismo que cualquier otro animal: un poco de verduras, algo de   carne y nueces, agua, sol y una cueva. Los individuos, por el contrario, han   aprendido a necesitar mucho más. Y los maestros de esta enseñanza –los que nos   han enseñado a desear chocolate porque nos lo dieron a probar o a desesperarnos   por una cuatro x cuatro porque la muestran como señal de conquista o poder-  son los mismos que nos dicen que tenemos que   trabajar (trabajen, trabajen, trabajen) para comprarlos. Pero después, cuando   queremos trabajar, nos dicen que hoy quizás, mañana no se sabe. Tal vez no sean   las mismas personas, o tal vez sí, pero esto no importa. Un director   de RRHH de una de las Fortune 500 me ha escrito que ha   leído una noticia interesante en la importante revista médica Lanciet. Según el artículo, un eminente neurólogo del  Instituto Carelinska de Helsinki acaba de descubrir que la ablación   (eliminación) de la parte central de la substancia   nigra y del borde inferior del cíngulo en los   hemisferios cerebrales no causaría otro efecto que la pérdida de la noción   temporal de “futuro”, dejando intacta la función de orientación temporal en el   presente. Esto –según los investigadores- sería un resultado extraordinario,   porque eliminaría toda preocupación y ansiedad respecto de lo que pudiera traer   el mañana. Mi amigo no   sabe si las autoridades del Federal Work Committee autorizarán un programa de adhesión (voluntaria,   por supuesto) a la ablación. Sostiene que puede traer notables ventajas   competitivas en cuanto los ablados se sentirían mucho   más felices que el resto de los empleados y trabajarían con mucho más   entusiasmo. Me gustaría   que mis lectores me hicieran saber qué piensan al   respecto. Hasta la   próxima  Marino   Milella Escríbanle a Marino: mmilella@counsnet.com |