La honestidad, aspecto de la ética,   ha sido objeto de estudio en diferentes disciplinas humanísticas, con resultados   contrastantes. Aquí sugiero que la ocurrencia de algunos actos deshonestos esté   en correlación con características normales de la personalidad, específicamente   algunas de aquéllas más apreciadas por las Empresas.
          Primera parte
          Toda madre está   convencida de la honestidad de su hijo. Hasta en las esperas para las visitas a   los presos los comentarios son: “pobre muchacho, no tuvo la culpa...él no fue,   le tendieron una trampa...si robó o estafó fue por necesidad, no porque sea   malo”.
          ¡Hay que admitir   también que en ciertas condiciones de insatisfacción socioeconómica tener que   elegir entre un comportamiento honesto y otro deshonesto no es una angustia que   no deje dormir de noche! 
          En círculos   burgueses más altos, los hijos de que uno se queja podrán ser tildados de vagos,   asociales, extraños, drogadictos, hasta tontos, pero rara vez o nunca   deshonestos. Tal vez porque los padres creen que estos epítetos denotan una   responsabilidad exclusiva de los hijos y por el contrario, si la mancha es de   deshonestidad, podrían sentirse ellos mismos culpables de no haber sabido   instilar en sus vástagos los “verdaderos valores” y la sana ética de la   vida.
          En las encuestas sobre cuáles son los   requisitos de un buen líder la honestidad es exigida en los primeros lugares por   aproximadamente un 70% de los que contestan. La honestidad es o debería ser algo   muy importante para cualquier Empresa, para la Administración Pública y los   Políticos (aquéllos con  mayúscula). Bajo   el reflector están gerentes de compra, de crédito y contabilidad, de tecnología   informática. En una institución financiera, además, los inspectores y los   tesoreros.
           Hoy   en día la deshonestidad se presenta bajo infinitas vestimentas. No se trata ya   solamente de tomar dinero de la caja sino, por ejemplo, de crear un sistema   informático que desvíe depósitos a la cuenta del interesado.  
          Apropiarse de bienes ajenos es deshonestidad.   Es deshonesto no respetar la palabra comprometida, mentir, descargar las   responsabilidades propias sobre la espalda de los demás, explotar al prójimo o   incurrir en abusos de cualquier índole.
          Deshonestidad es al pie de la letra falta de   honra, violación de obligaciones cuyo cumplimiento, por el contrario, acarrearía   una buena reputación.
          Dar ejemplos es más vale fácil. Deducir una   fórmula que sea omnicomprensiva no lo es tanto. Lo saben   los legisladores en su empeño con los códigos y lo sabía quien concibió para la   moral la matriz vacía del “actúa de manera que la máxima de tu voluntad pueda   valer siempre como principio de una legislación universal”, traducible   brevemente en “compórtate como lo haría toda persona racional en tu   lugar”.
          Sin embargo, para que esto sirviese de guía,   habría que aceptar que todos razonamos de la misma manera, en todas las   latitudes, y que las reglas éticas son innatas y fácilmente descubribles e   interpretables. Hay quienes piensan así entre los filósofos racionalistas y   teólogos. En los hechos de todos los días parece sin embargo que hay mucho para   discutir sobre lo que es racional. Lo demuestran los constantes conflictos   ideológicos de naturaleza política y religiosa. Por otra parte no siguen   seguramente la misma lógica un estudiante de una escuela fundamentalista – que   rechaza los aun evidentes principios de la evolución en contraste con su fe   -  y un alumno de un instituto de   biología, acostumbrado a pruebas experimentales. Una verdad lógica o una verdad   científica no son una verdad psicológica. En psicología vale el dicho “tantos   jueces, tantas sentencias”.
          ¡Ante este relativismo podemos debatir por   años si es razonable o loco despojarse de todos los haberes y predicar a los   pájaros!   
          El tema que estamos tratando se complica aún   más si no queremos limitarnos a hablar de “actos” deshonestos para descubrir   también una “esencia” de la deshonestidad intrínseca en el individuo de la misma   manera como lo son ojos negros o manos gruesas. Éste es un (pre)juicio bastante   radicado en el lenguaje; se afirma seguido que alguien es honesto o deshonesto   de la misma manera que es alto o bajo. En un mundo de hombres de oro, de plata y   de plomo, el deshonesto tendría una propia substancia especial. ¡Pueden Uds.   poner alas a la fantasía para imaginar cuál! 
          La dificultad de   aceptar este modo de juzgar se enfrenta ni bien uno se pregunte  si un individuo que robó una sola vez en la   vida tiene “naturaleza” de ladrón. Las opiniones serían numerosas y   discordantes. Tanto más si, para completar el cuadro, agregásemos que han pasado   años desde ese único episodio y que, desde entonces, el fulano se ha dedicado al   voluntariado y a obras de bien, quitándose el pan de la boca para dárselo a los   necesitados.
          En el intento de eludir la discusión   filosófica sobre qué cosa debe entenderse por deshonestidad y si ésta es o no   una cualidad intrínseca, propongo, a nuestros fines, dos   simplificaciones:
          La primera consiste en limitar aquí el   concepto de deshonestidad al  “meter la   mano en la lata”. Traicionar a un amigo será también deshonesto pero responde   frecuentemente  a motivaciones diferentes   y no es el caso de ocuparnos ahora de todo lo que puede suceder en el mundo.   Meter la mano en la lata significa lo que todos Uds. saben, tanto tomar   directamente plata o valores ajenos como falsificar documentos comerciales,   estafar, dar o recibir retornos, comisiones o propinas indebidas – coimas, kick   back, mazzette, luvas, pot de vin o como quiera que se las designe en diferentes   latitudes. Sería una tarea interesante para un lingüista descubrir cuáles de los   5000 idiomas del mundo ignoran el concepto.
          Quien apabullara a los vecinos del Mar   Mediterráneo endilgándoles el vicio en forma exclusiva y ensalzando a los   norteños de ética protestante fue posteriormente desmentido por la realidad.   ¡Sólo Escandinavia felix  parece ajena a   ciertas prácticas poco encomiables! Parece.
          La segunda  es excluir propedéuticamente que haya una   naturaleza, una “esencia”, de honesto o deshonesto. Nos limitaremos a afirmar   que ciertos comportamientos regulares de un individuo hacen presagiar una mayor   o menor probabilidad de actos deshonestos.
          De esta manera   decir de una persona que “es” deshonesta es sólo expresar en forma breve que tal   vez meterá la mano en la lata o que algunos de sus comportamientos actuales son   ya hoy condenables. Éste es sólo un cómodo artilugio gramatical. Pero tengamos   la cautela de recordar que no refleja con exactitud la realidad, porque se   podría enseguida formular preguntas como “¿Qué porcentaje de comportamientos   tiene que ser ilícita para atribuir a su autor la calificación de deshonesto?   ¿Es suficiente uno solo? ¿Y si era algo sin valor? ¿Y si el reo se arrepintió?   ¿Y si no fue condenado? 
          Por otra parte hablar de es-encias resulta   caldo de cultivo para filósofos y teólogos pero despierta desconfianza en gente   preocupada por problemas prácticos. Y el nuestro es un problema práctico,   psicológico y legal.
          Decir que una piedra contiene determinados   minerales y ofrece determinada resistencia a una patada o determinada   solubilidad en líquidos es algo útil. Decir que tiene esencia de piedra deja   contentos sólo a unos pocos y no es un concepto operativo. ¡Un avestruz o un   pingüino entran en la clase de  pájaros   porque en algún momento volaron o ponen huevos, no porque tengan esencia de   pájaro! Me excuso con filósofos y teólogos y paso a consideraciones más   concretas.
          Cada tanto aparece un test que afirma medir   la honestidad, la honestidad así, a secas y en forma general. No quiero entrar   en menudas polémicas y sólo me permito preguntar cómo se puede medir algo tan   indefinible. Además no hay manera de validar semejantes tests, pues habría que   decidir -después de la ocurrencia de un hecho supuestamente ilícito y el   descubrimiento del autor- si realmente se trató de algo que así ocurrió, si en   realidad fue contrario a las leyes y si no estaba en parte o totalmente   justificado. Habría que remitirse a las sentencias finales del Tribunal, ¡y eso   tampoco es una garantía absoluta para la convalidación del test! De todos modos   nadie ha presentado semejante estadística... (¡que yo   sepa!).
          Se puede tratar de averiguar si el sistema de   valores del sujeto estudiado es adecuado. El problema sin embargo siempre va a   surgir cuando se quiera descubrir cuáles son los valores por medio de   cuestionarios específicos. Aun sin considerar la facilidad con que el sujeto   puede dar respuestas engañosas (a sabiendas o no) a ese tipo de preguntas,   muchos cuestionarios probablemente sólo detectan el desarrollo socio-cultural de   los testeados sin llegar a establecer si a las declaraciones teóricas seguirán   luego comportamientos reales. Alguien puede muy bien estar convencido de que el   sumo bien es respetar lo ajeno y, sin embargo, en particulares situaciones, dar   un manotazo y agarrar lo que venga. 
          La limitación señalada afecta también al   erudito trabajo de Kohlberg (1969) sobre el juicio moral, que detecta más los   niveles de intelectualización del sujeto testeado que su grado de moralidad   práctica. En el primer nivel el sujeto cree que bueno y malo coinciden con   lo  que le conviene y lo que no. En el   segundo, bueno es lo legal y malo lo prohibido. En el tercero lo que priva es la   justicia, inclusive más allá de la ley. 
          Igual que Sócrates, Kohlberg parece pensar   que conocer el bien equivale a practicarlo. De ser así todo profesor de moral,   todo sacerdote, todo intelectual traería consigo una garantía de honestidad. No   creo que la historia confirme esta tesis. Hemos visto en páginas de diarios a   muchos ladrones de guante blanco que, en el test indicado, habrían dado   respuestas del más alto nivel.
          Por otra parte el juicio de “bueno” o “malo”   que damos sobre ciertos acontecimientos depende con frecuencia de las   circunstancias en que ocurren los hechos y del estado de ánimo con que los   presenciamos. Así puede influir en nuestro juicio que haya habido o no intención   de provocar un daño o que éste haya sido más o menos cuantioso; puede influir   que haya sólo sido resultado de impericia y que sus consecuencias sean   duraderas, que sólo nos afecte a nosotros o también a terceros. Puede influir   muchísimo en nuestro juicio la diversidad de estado de ánimo con que  analizaríamos las cosas de venir de un   agradable encuentro o por el contrario de un terrible conflicto que nos sacó de   las casillas. ¿No son frases que decimos u oímos comúnmente “no lo hice a   propósito”, “no importa, no te preocupes, no valía nada”, “no sabía, no me di   cuenta”, “no te sientas mal, fue sólo un rasguño”? ¿No alteran estas   particularidades nuestro juicio sobre si el hecho que ocurrió es cuestionable y   sancionable (malo) o no (bueno)? Por cierto no es lo mismo lo que pensamos   cuando alguien rompe accidentalmente un vaso de vidrio que cuando alguien   destroza un juego de cristales, salvo que nos domine un infernal mal humor! ¡Y   tampoco será igual la sensación para el que los rompió! En el primer caso el   mismo pensará que es una tontería y no vale la pena preocuparse y reponer el   material roto, aunque en palabras exprese lo contrario. En el segundo puede   sentirse en culpa si no paga; ¡o puede no sentirse en culpa si las copas estaban   en un lugar peligroso y, además, él no cuenta con dinero suficiente para hacerse   cargo! Y nosotros, como observadores, podríamos decidir que sería mucho peor   para el pobre hombre resarcir el daño que para el ricachón dueño de casa   bancarse el destrozo.
          No será el mismo jucio el que los transeúntes   emitan cuando un automovilista roce a un peatón que cuando lo embista en pleno y   le fracture tres costillas!
          Observemos que, en los ejemplos descriptos,   los hechos desencadenantes, esto es el movimiento del brazo que hizo caer los   vasos o el acercamiento a la vereda del automóvil pudieron ser exactamente   iguales, aunque hayan producido resultados diferentes.
          Con todo esto quiero apuntar a que el jucio   ético no es estático y absolutamente dependiente de un determinado sistema de   valores, sino algo cambiante, determinado por varios factores: el sistema de   valores, las circunstancias objetivas y las subjetivas. No parece entonces   posible que un test específico sobre la honestidad pueda evaluar  juntos todos estos factores, para ponderarlos   luego en todos los aspectos que ésta implica.
          ¿Cómo saber entonces si el empleado que vamos   a contratar es digno de confianza, si sus declaraciones verbales de honestidad y   alta moralidad se corresponden con su conducta, si podemos darle el cargo de   jefe de compras, revisor de créditos, jefe de cuentas, encargado del depósito o   expedicionista sin que haya demasiado riesgo de que meta la mano en la   lata?
          La respuesta que enseguida viene a los labios   es una de Perogrullo: si el fulano tiene cierta edad y no trae reputación   dudosa, no está en los índices de demandado o incriminado de los Tribunales, sus   anteriores empleadores juran por su conducta inmaculada, (para seguir la moda   podrìamos agregar -con unas cuantas dudas éticas- si no figura en los bancos de   datos de deudores morosos) esto ya tiene un buen peso. 
          ¿Pero cuánto peso? Dicho de otra manera,   ¿hasta qué límite el pasado de un individuo garantiza el futuro? 
          Todos hemos visto u oído de individuos que de   repente, y sin que se pudiera hablar de formas clínicas de alteración mental,   estafaron a la empresa donde habían trabajado por años como empleados modelo,   dejando atónitos a compañeros y vecinos y, a veces, hasta a los parientes más   cercanos. Bien lo saben los especialistas en administración y los auditores, que   organizan sistemas de control. Es más seguro un buen sistema que cualquier   juramento de honestidad; ¡siempre que el sistema sea inmune a las violaciones! 
          De todos modos, como en general puede haber   violaciones y como no todas las Organizaciones pueden pagar sistemas muy   complejos, convendrá contar con gente lo más posible reacia a meter la mano en   la lata.
          La pregunta es entonces si podemos mejorar   las probabilidades de encontrarla y detectarla.
                    Intentaremos dar alguna respuesta en nuestro   próximo encuentro. (Ver SegundaParte)