Segunda parte
          (
Ver Primera Parte) 
          (
Ver   Tercera Parte)
          
Encontrar personas honestas (en el   sentido antes visto de “personas con conductas más frecuentemente honestas”) es   una meta de los responsables de los RRHH. Pero encontrarlas no alcanza si no se   las sabe reconocer y si, además, no se está dispuesto a aceptar que éstas, junto   con su gran virtud, traigan otras cualidades quizá no tan apreciadas por la   Empresa. El hecho es que, muy a pesar nuestro, no podemos aislar una conducta   que nos gusta y comprar sólo ésa. Las personas tienen la graciosa costumbre de   hacer a una hora algo que apreciamos y, a otra, algo que no tanto. 
          Supongamos que el responsable de los   RRHH  necesite a un jefe de área dinámico   y rápido. Quiere, además, que sea muy honesto. Si bien es posible que esto se dé   en el mismo bípedo, no es lo más probable. Si no están de acuerdo traigan a la   memoria que decimos “rápido” con variadas acepciones. Un “tío rápido” puede ser   alguien que desarrolla sus tareas en tiempos breves o alguien que  hace desaparecer el garbanzo debajo de   nuestras narices sin que nos demos cuenta.
          Permítanme anticipar algo que tal vez los   sorprenda: es más probable encontrar la honestidad asociada con la lentitud que   con la velocidad. Veremos después el alcance de esta   afirmación.
          Por   cierto es fundamental que el responsable de la selección no se deje engañar por   las “declaraciones de bondad” de los candidatos. Éstas son en general tanto más   explícitas y frecuentes cuanto menos se respaldan en la realidad. Una persona   honesta, igual que una persona linda, no tiene por qué proclamarlo a los cuatro   vientos. Una persona honesta suele ser lo bastante esquiva y reservada como para   evitar hacer publicamente afirmaciones elogiosas sobre sí   misma.
          Preguntarle a alguien si es honesto o   deshonesto revelaría candidez, salvo que se estuviese utilizando la poco segura   máquina de la verdad, hecho por ahora infrecuente en la praxis de selección. No   es de descartar que, problemas éticos aparte, muy pronto esto se haga con la   medición del flujo sanguíneo cerebral, pero, por ahora, nos las tenemos que   arreglar de otra manera
          Poco   efectivas son también preguntas, utilizadas a veces en tests específicos sobre   la honestidad, como ser “¿Qué haría Ud.si encontrase una billetera con cinco mil   dólares y la tarjeta del dueño?” 
          ¿Quién   será el honesto? ¿El que conteste que se la guarda o el que diga que la   devuelve?
          ¿Qué   opina Ud., lector? ¿A quién le confiaría Ud. con mayor tranquilidad los   ahorros?
          Ud.   sabiamente contestará que a nadie, si no lo conoce bien. Y, a veces, hasta si lo   conoce... Sin embargo puede tener que tomar una decisión repentina y dejar la   cartera al cuidado de un desconocido.¿Nunca le ocurrió en la playa? 
          Ud. se   los confiaría con seguridad a su mamá o su cónyuge... ¿O a su cónyuge no le   confiaría nada?
          Debemos entonces averiguar qué cosas   podemos observar que nos lleven a pensar que una persona es honesta. Claro que   si le vemos devolver una billetera sería fácil (por más que se podría especular   sobre la cantidad de dinero en ella contenido). Pero no tenemos usualmente tanta   suerte. Por tanto debemos pensar en observar otros comportamientos. A quienes   prefieren formulaciones más científicas les diría que se trata de averiguar cuál   es la correlación entre una conducta definida honesta, por ejemplo conceder un   préstamo sin exigir beneficios personales indebidos, y otras, por ejemplo hablar   mucho en las reuniones o tomar decisiones con lentitud. A riesgo de aburrirlos,   les recuerdo que por “honestidad” nos estamos refiriendo aquí al hecho   específico de no sustraer valores o percibir beneficios indebidos en ocasión de   una actividad laboral.
          Al observar   algunas conductas de una persona podemos deducir otras que nunca vimos o nunca   veremos con nuestros propio ojos. Si veo a una señorita que a las once de la   noche se emperifolla, se perfuma y se pone zapatos con tacones de siete   centímetros, puedo con facilidad predecir que irá a divertirse y empeñarse en   juegos de seducción. Puedo equivocarme, pero apostaría a ello con muchas   probabilidades de acierto. Puedo prever mucho más. Que participará en desfiles   de moda si es invitada, que en un conflicto con los padres mantendrá con firmeza   sus posiciones, que en un grupo tenderá a ponerse en muestra etc.
          Si veo a un   señor que un domingo a mediodía se apura para comer y escucha por la radio la   formación de los equipos de football, preveo que irá a la cancha. Todo esto es   elemental y salta a la vista en ejemplos tan groseros como los aquí traídos.   Pero, en muchos otros casos, no estamos acostumbrados a vincular conductas con   otras conductas más alejadas de las primeras en el tiempo y naturaleza. Por   ejemplo puede resultarnos extraño vincular el hecho que alguien coma a la   velocidad del rayo con su escasa inclinación a revisar los libros de   contabilidad.
          El conjunto de conductas de una persona   es lo que nos permite definir su “personalidad”. Si una mujer se enoja a cada   momento resulta fácil definirla irascible; si un joven está siempre apartado y   no se anima a decir lo que piensa o a pedir lo que necesita se dirá que es   tímido. A partir de algunas observaciones puedo prever con un buen grado de   probabilidad ciertas conductas futuras. Catalogar a alguien como “tímido”   significa, por ejemplo, que no puedo enviarlo a exigir con dureza un aumento de   sueldo para su categoría o a discutir con el representante sindical para evitar   un paro.
          Si bien   las personas tienen peculiaridades que, en opinión de los expertos, las hacen   “únicas” -experiencias, recuerdos y vivencias-    existen también parecidos entre ellas que permiten agruparlas, por lo   menos para los fines práctico-laborales que nos interesan. Si no pudiéramos   hacerlo deberíamos descartar toda posibilidad de estudiar las reacciones de la   gente ante una campaña publicitaria, de decidir qué fabricar en base a una   investigación de marketing, hasta de dar un consejo u organizar un sistema  terapéutico. Toda ciencia empieza por   clasificaciones en el caos existente. 
          Procedamos entonces a dividir a las personas   en grupos de características diferenciadoras relevantes, características   “medias” de cada grupo que resultan “centrales” para predecir futuros   comportamientos.
          Los D   (Dominantes) exhiben rapidez, toman decisiones con pocos titubeos, entre   una elección prudente y otra arriesgada se inclinan con gran frecuencia a la   segunda y tratan constantemente de establecer su poder. Son un clásico modelo de   empresario duro y vencedor, de marshall del far west (Clint Eastwood) o de   pirata. 
          Los I   (Influyentes) se muestran alegres, sonrientes, seductores y   verborrágicos, actúan por impulsos viscerales mucho más que con criterios   racionales, suelen revelar vanidad e interés en lucirse. Un vendedor que   entretiene al cliente con sus amenidades, un director de empresa que suscita   simpatías, un histriónico Jim Carrey, un “carismático” Antonio que arenga al   pueblo romano tras el asesinato de César, la cara simpática de Bill   Clinton.  
          Los S   (Serviciales), como lo dice la palabra,    hacen favores, están solidariamente - al punto de  sacrificarse -   “a disposición” de aquéllos a quienes   aprecian,  toman sólo decisiones muy   prudentes, hablan con tranquilidad, son muy organizados y en sus cajones guardan   cada cosa en su lugar. Quizá Juan XXIII, el aspecto humilde de Madre   Teresa,  Albert Schweitzer en las tribus   africanas. 
          Los C   (Concienzudos) analizan con agudeza, suelen estar callados y lo poco que   dicen lo dicen en voz baja, se mantienen apartados y evitan toda discusión   frontal, dando en cambio minuciosas explicaciones del por qué y el cómo, siempre   que nadie levante la voz ni se ponga violento. Tal vez Galileo, Kant, Marie   Curie...y ¡Big Blue!
          Los comportamientos descriptos señalan   “lo bueno” de cada uno de los grupos mencionados e indican  “tendencias de personalidad”. La otra cara de   la medalla es que un individuo rápido y decidido no es tan minucioso y prudente   como otro que se toma sus tiempos para reflexionar y analizar. Un hombre   simpático y dicharachero, amante de la vida social y la variedad, no se revela   tan constante como un tranquilo y tolerante organizador de tareas. No es posible   encontrar en una sola persona todas las competencias o “tendencias de   personalidad”. Por esto la honestidad no está presente con la misma intensidad   en cada uno de los cuatro grupos. Por más que el presidente de la Corporation   exija alguien que lo tenga todo, esto no es posible, salvo que el responsable de   los RR. HH. logre contratar a Mandrake o Superman.
          Uds.   podrían coincidir con aquellos filósofos racionalistas y teólogos de que   hablamos antes y creer que las normas éticas son innatas. Si así lo creen no   quiero afectar su fe. Pero, salvo por la intervención del Demonio, no podrán   explicar por qué logramos violarlas con tanta facilidad. Si no tienen esa   creencia, podrían de todos modos formular una crítica y decirme: “¡Oiga joven,   la honestidad no es resultado de una tendencia de personalidad sino un “valor”   adquirido individualmente, con libre juicio y voluntad!”.
          Podría en parte estar de acuerdo con   Uds. El hecho es que, sin embargo, los valores, como veremos en la próxima   entrega, son incorporados en forma diferente por cada uno de los cuatro   grupos.
         
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